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La Faucheuse


"La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca" Heinrich Heine

Logré escapar a tiempo, antes de que la policía llegase a la zona. Sin embargo. Como siempre he acostumbrado a hacer. No me retiro del todo, y observo lenta y detenidamente. Como si se tratara de mi propio espectáculo de Reality Show que se disfruta en la comodidad de la casa, el proceso de llegada, levantamiento y examen de la escena del crimen. Desde esta oscura y desolada azotea, nadie es capaz de verme, nunca lo harían. Pero yo si soy capaz de verlo todo. Las sombras pueden resultar extremadamente útiles si sabes convertirlas en tus aliadas. La oscuridad se convierte en una especie de camuflaje que me otorga una cierta clase de poder. De omnipresencia. Obtengo la excelente sensación de que soy capaz de saberlo todo, de verlo todo y de cierta forma ejercer control sobre las vidas que se desarrollan en esta putrefacta e hipócrita ciudad. O al menos ejercer influencia sobre algo mejor. Sus muertes.

Puedo notar el olor que impregna los callejones oscuros y desolados donde yacen los cuerpos, si ese olor. Al pago continuo y perpetuo de una acción de sangre por la sangre. Esa fragancia, que evocaba destrucción, oscuridad y tormento ya se había vuelto completamente normal para mí. El olor a justicia. Pero no la falsa justicia que nos venden en la televisión los culpables confesos y premiados de una sociedad que admira al delincuente y aborrece al hombre noble. No. Sino la verdadera justicia. Esa que los inentendidos suelen llamar venganza. De la que suelen menospreciar y vetar de las mentes y consciencias de cada uno de nosotros. Los ciudadanos que vivimos en un mundo inmerso de cualquier clase de porquería que nos enceguece. Aún puedo recordar la expresión final de los rostros de esos hijos de perra al encararme, al revelarles que rostro tenía su perdición. Al quitarle el velo misterioso de la intriga y que nos mantiene protegidos de la muerte. Allí no eran tan fuertes, allí no tenían tanto poder. De hecho, eran los seres más desposeídos del mundo entero. Con todo su poder, con todo ese dinero y con todos sus títulos y distinciones, no pudieron evitar el dolor, no se escaparon de la agonía que supone darles una suerte de retribución a las pobres almas que yacen vejadas, desaparecidas o muertas, al ver mis ojos, ellos no vieron los ojos de su verdugo. Si no vieron los ojos de todas esas víctimas, hombres, mujeres y niños de las que abusaron por tantos años. Los ojos de cada uno de ellos que volvían a través de mi mirada para devolverles el tan disfrutado y comercializado sufrimiento del que habían lucrado por mucho tiempo.

Aún puedo saborear la satisfacción que me ocasiona tomar sus vidas, no sin antes destruirlos en vida en constantes gritos de agonía. Gritos que no pueden ser escuchados por nadie. Su dolor. Su suplicio, estaba dispuesto solo para los oídos de Dios. Y en cada noche. En cada callejón soy Dios.

Durante los últimos meses de mi vida me he dedicado a esto. Este es mi trabajo, esta es mi misión. Ser la mano ensangrentada de una ciudad completa, que sabía todo acerca de Moda y farándula. Pero que ignoraba todo lo demás.

Los habitantes de Sante Justine dicen comúnmente que si no has visitado esa ciudad te has perdido al menos la mitad de tu vida. Honestamente, toda persona dice lo mismo de su ciudad o del país en que vive. Pero sin duda, cualquiera que la haya visitado puede certificar que dicha afirmación es completamente verdadera. No hay dos lugares en el mundo como Sante Justine. Su magia, su magnetismo, sus colores, todo alrededor de ella la hace perfecta. Considerada por muchos, la Metrópolis turística por excelencia, Sante Justine es el paraíso de los sueños posibles, el disfrute de la vida hecha ladrillo, donde el Glamour femenino y la virilidad masculina alcanzaron su punto más alto. O al menos eso es lo que todos decidimos creer del sitio en que vivimos actualmente. ¿Cómo es posible que una ciudad tan fuertemente azotada a diario por la violencia, la corrupción y la criminalidad tenga una vida tan cotidiana? ¿Acaso sus habitantes no quieren ver la realidad que sufren? ¿O simplemente ya conocen la verdad y decidieron crear una nueva a base de la banalidad y el hedonismo?

Las calles hablan por sí mismas, cada noche, cualquier avenida o plaza se convierten en el reflejo de la vida bohemia de sus habitantes, cada uno de ellos se desenvuelve al ritmo de la música tocada en los clubes nocturnos, con cierta clase de egocentrismo implícito en ellos, viven por verse bien. No hay minuto en que los hombres y las mujeres presuman en silencio sus sofisticadas prendas. Ellos, con sus elegantes trajes, sus relojes costosos y sombreros de categoría, impecables. Aguardan dentro de sus nada modestos automóviles por sus mujeres quienes tardan horas (Más de lo que cualquier mujer en el mundo pudiese tardar) para estar a la altura de sus galanes. Ellas, coquetas, vanidosas, han aprendido a ser elegantes y completamente atractivas sin necesidad de esforzarse demasiado. Sin embargo, les encanta que las miren, que no haya ningún ser en la tierra que sea capaz de ignorar sus pasos por donde quieran que vayan, aman tener al hombre y al mundo a sus pies, adoran las miradas de admiración y envidia de las demás mujeres, causando una total y sin piedad competencia entre ellas para sobresalir y superar a sus contrarias. En Sante Justine no puede hablarse de bellezas, tiene que haber solo una.

Una vez listas de todo el trabajo que implica lucir despampanantes suben a los automóviles de sus citas y comienza el recorrido de lo que será sin duda, la noche más inolvidable de sus vidas. Al menos hasta el siguiente fin de semana.

El sonido del Jazz y el Soul retumba en los locales a todo estruendo. La gente baila, bebe, canta, fuma y se comporta como si no hubiese mañana. Los lugares nocturnos se convierten en el centro del universo, no hay mas nada de relevancia, nada que impida que alguno de ellos la pase bien.

Para sus habitantes, no hay más que alegrías, fiestas y excesos en Sante Justine. No escucharás a nadie hablar mal de la ciudad, no verás malas noticias en la televisión, no se cuestiona la reputación de nadie y por consiguiente, no existe lugar para el escándalo. Todo lo que se sabe o no se queda guardado en la memoria silenciosa y conveniente que requiere dicho lugar.

No existe la justicia en esta ciudad. Nunca la ha habido y nunca va a llegar de manera espontanea. No hay luz al final del túnel y la desesperación se convierte en la aliada principal de quienes si vemos la verdad. Esa desesperación que lleva a la locura y esa locura que nos transforma a cada uno de nosotros en peores retratos actuales de lo que solíamos ser.

Solo caemos ante los hilos de un sistema que solo saca lo peor de nosotros, así que terminan entregándose a la visión del común del pueblo, esa visión decadente, corrupta y cómplice de las actividades que hacen de esta urbe una suerte de de Neo Constantinopla.

Mi trabajo es la conmoción, asegurarle a cada uno de los habitantes de esta reestructurada, y estilizada versión actual de Sodoma que no hay acción sin consecuencias. No hay crimen sin castigo y no hay derecho a la vida sin el que nos otorga la muerte.

Me han llamado de muchas maneras. Para los religiosos de esta ciudad, soy el diablo. Para los políticos soy un desestabilizador. Para las fuerzas policiales soy un sociópata. Pero para la prensa, si la prensa. Esa que se encarga de hacer negocio con cualquier tema que pueda acelerar sus ratings, soy simplemente “La Parca”

He sido objeto de todo tipo de comentarios y análisis por parte de la opinión pública, cada uno de ellos se sienta frente a una cámara para decir en televisión lo primero que se les ocurra acerca de mí. Pero ellos no tienen ni idea. Desconocen por completo lo que soy, lo que represento y lo que hago. Sin embargo. No me molesta en absoluto la mala publicidad, pues de hecho sigue siendo publicidad al fin y al cabo. La constante satanización de mis actos me da el status de leyenda que necesito. Bordea mi figura con un aura de maldad que es de vital importancia que recuerden mis enemigos. Ustedes se preguntarán ¿Quiénes son mis enemigos? A lo que yo me siento obligado de responderles que Todos. Cada uno de los habitantes de esta Cosmopolitan adormecida por la estupidez y la banalidad que la caracteriza, es un potencial enemigo. Pero el estado de potencial pasa a convertirse en real cuando demuestran ante mis ojos su poca valía en este mundo, cuando empiezan a dedicarse a realizar actividades que involucran el daño y el aborrecimiento de la condición humana misma. Algo así como al último amigo que visité para recordarle y cobrarle sus acciones.

Samy Berger, Por ejemplo. El grande del “Entretenimiento” masculino de la caótica ciudad de Sante Justine, vivía a expensas de una red de prostitución de menores. Jóvenes que tenían desde 13 a 17 años de edad. Las usaba como acompañantes de diversos cerdos de renombre nacional y local. Muchas de esas jovencitas eran extranjeras, huérfanas o ambas. Reclutaba a las niñas con cuentos baratos sobre ser agentes y descubridores de modelos. El sueño típico de las mujeres de Sante Justine. Caían como moscas con las enrevesadas y prometedoras palabras de Berger. Quienes describían de una manera perfecta el futuro que tendrían si decidían acompañarlos en su empresa.

Una vez a sus pies, Berger, las llevaba a sus diferentes burdeles donde antes de ser vendidas al mejor postor, se les hacían adictas a las drogas. Toda una situación llena de asquerosidad y repulsión. Llevó semanas seguirles la pista, averiguar cómo funcionaban, como operaban y en qué lugares de la ciudad solían colocar a las niñas para que fuesen vistas por los hombres dispuestos a pagar por ellas.

Así que hice mi jugada, me acerqué a una de las jóvenes que regularmente “Trabajaba” en uno de los callejones de mala muerte que resultaba perfecto para esta clase de transacciones, fingí ser un cliente dispuesto a pagar y justo en el momento menos esperado, me lancé sobre la chica y saqué mi cuchillo, la amenacé de forma clara. Y le dije que la única forma en que iba a dejarla salir sana y salva de allí era que llamara su jefe. Pues demandaba su presencia de inmediato.

La joven, temblorosa, llorando y temiendo por su vida procedió a sacar el teléfono de sus bolsillos, yo asentí y le recalqué en que tuviese cuidado de lo que hacía y a quien llamaba en realidad. Pues su vida dependía de ello.

Tras una miedosa y dubitativa llamada, en la cual la chica avisó de que las muchachas que pertenecían al burdel de Berger estaban teniendo problemas con la policía. Aguardé amenazando a la joven aún con mi cuchillo en su cuello, atento a cualquier movimiento que pudiese derivar en una emboscada o retirada obligatoria. Pero no. Resultó que pude ver como llegaba un automóvil negro y se estacionaba frente al callejón. Era el, era esa basura ambulante. procedió a bajar del Automóvil y se acercaba a donde estábamos nosotros. Por la oscuridad, aun no era capaz de vernos, pero yo si podía verlo a el. Mi visión era tan nítida como siempre.

Fue entonces cuando comprendí que debía soltar a la chica. Como era de esperarse, fue corriendo hacia el, gritando desesperada y tratando de advertirle lo que pasaba. Justo en ese momento saqué mi arma para dispararle a la joven en el tobillo. Cayendo ella sobre los hombros de Berger quien miraba sorprendido y se dispuso a sacar su arma para responder al fuego. Pero era inútil, no veía nada, yo en cambio me deslizaba en la oscuridad a mi antojo. Y podía sentir el miedo en los dos, podía escuchar los ritmos desenfrenados de sus corazones, y sus rodillas temblar a causa de una sola cosa. De mí.

Rápidamente, herí con un disparo desde las sombras a Berger quien cayó herido al suelo al igual que la joven prostituta a sus pies.

Fue justamente en ese momento que dejé escapar una sonrisa hacia sus rostros de terror. Habían entendido. No estaban frente a un hombre común y corriente. Estaban frente a la muerte misma. Y había llegado para cobrar mi botín.

No me preocupó en ningún momento que llegara nadie más a la zona. No lo harían. Berger mantenía sobornada a la policía para que no se acercara a esos callejones y así poder disfrutar de ellos a su antojo. No importa cuántos disparos sonaran, ni cuantos gritos lanzaran al aire. Nadie, absolutamente nadie. Los iba a escuchar.

Miré fijamente a la chica quien lloraba en el piso con horror, le pedí cortésmente disculpas por haberle disparado en el pie. Pero luego justifiqué mi acción recordándole que era necesario. Luego le invité a mirar con atención lo que iba a ocurrir y me acerqué a Berger.

Tras un leve jugueteo con mi cuchillo procedí a cortarlo lenta y dolorosamente. Los gritos de dolor de Berger solo eran opacados por lo de horror que soltaba aquella joven prostituta. Me tomé mi tiempo, poco a poco empecé a llenar de cortes el asqueroso e innecesario cuerpo de aquella sabandija.

Seguí y seguí cortando la piel de Berger y cada grito o lágrima de dolor que soltaba me motivaba a realizarle un corte mucho más profundo y doloroso. No sé cuánto tiempo pasó. Pero lo disfruté tanto que perdí por completo la noción del tiempo. Solo pude reaccionar cuando me percaté que su voz no se escuchaba, solo la de la joven que lloraba desconsoladamente.

Al reaccionar. Supe que ya el maldito infeliz había perdido el conocimiento. Estaba en un completo y absoluto silencio. Y en ese momento entendí que ya era incapaz de sentir algo más de lo que ya había sentido. Así que decidí cobrarme su vida cortando su garganta de un lado a otro. El llanto de la chica se incrementó de manera impresionante. Pero de igual forma molesta. Me voltee y la miré fijamente. Y sin necesidad de decir nada. Ya lo había entendido todo. Así que guardó silencio y se recostó sobre el pavimento ensangrentado.

Huí del callejón entonces, pero no por completo, y como era tradición en mí, subí hasta una de las azoteas de los edificios abandonados que sirvieron alguna vez para el gobierno local. Y contemplé mi obra. Mi resultado. Mi propósito hecho acción.

Pude ver claramente. El llegar de la policía, el levantamiento pieza por pieza de la escena del crimen. Las reacciones de cada funcionario que se acerca al cadáver de Berger y se asombraba por mi arte. Porque eso es lo que era. Arte mortal. Un arte que solo los que valoramos la satisfacción de arrebatar una vida innecesaria en la sociedad podemos apreciar. Era perfección, era limpieza. Era el mensaje de que no importa quién seas en Sante Justine. Siempre va a llegar tu hora, y si yo soy el relojero. Créeme que esa hora llegará más temprano de lo que tú puedes creer.

No busco compresión, estoy muy seguro que mi labor difícilmente sea entendida a primera instancia por cualquier hombre o mujer. Pero sé que en algún momento. Tarde o temprano, seré los ojos y la consciencia de alguien más en esta ignorante y elegante ciudad urgida de comprender lo que se niegan a comprender. En este mundo no hay justicia, a menos que tú la construyas a base de la destrucción de quienes necesitan ser ajusticiados. No es cuestión de venganza, es de retribución. Es el simple hecho newtoniano de la acción y la reacción demostrando que lo que se hace con sangre se paga con ella.

Sante Justine es una ciudad sin justicia, olvidada por Dios y carente de hombres. Yo vengo a darle esas cosas. Con mi mano les traigo justicia. Con el temor que infundo me convierto en Dios, pero en una deidad de que no importa cuál sea tu creencia, una de la que siempre temblarás al escuchar. La Muerte. Ella es cotidiana en esta ciudad, y ella debe regirla. Solo La Muerte es el único Dios que se merecen los habitantes de esta prisión de lujo. El único que deben respetar, y al único al que saben responder.

Estaba preparándome para salir de allí, mi contemplación propia sobre mi trabajo había finalizado por esa noche. Pero fue justo en ese momento. En el que decidí retirarme que pude notar de la acción de uno de los detectives en la escena.

El joven detective se agachó sigilosamente sobre el cadáver y tras hurgar su camisa, encontró mi característica firma final de trabajo. Mi tarjeta. La identificación de quien era responsable de este acto solemne de justicia verdadera. Una tarjeta completamente negra que mostraba la parte de arriba de una calavera que vestía un elegante sombrero. Pude observar detenidamente, como aquel joven detective alzaba la vista, empezó a buscar entre las sombras de los techos de las azoteas cercanas, como si supiera que yo aún estaba allí.

Lejos de sentirme intimidado, me sentí complacido. Algo en sus ojos me decía que no reprobaba mis acciones del todo. Lo vi lleno de dudas. Lo vi contemplando de una manera diferente, lejana de las visiones básicas y toscas de las masas empobrecidas mentalmente. Lo vi abrir sus ojos. De verdad. Aquel hombre parecía notar en el fondo de su ser. Que no era un asunto que se trataba de ilegalidad. Sino de inevitabilidad.

Me dispuse a ser el Dios de esta ciudad. Pero no hay Dioses sin creyentes. Así que podrán imaginar mi felicidad, al notar que había sembrado la pequeña semilla de la duda en el alma de ese hombre. La duda que siempre brota en convicción y que termina ramificándose en el espíritu humano. Puedo decir, con toda certeza que aquel hombre se había convertido en mi primer discípulo en el fondo de su corazón, no faltaría mucho para que el mismo reconociera su nueva fe en la toda poderosa y omnipresente “Parca”

Y ustedes……

¿Ya se sienten dispuestos a creer en mí?


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